
A más de 3.500 km del continente americano, la población de Isla de Pascua enfrenta al coronavirus que, con al menos dos casos confirmados, la obligó a confinarse y a cerrar todos sus accesos.
La isla chilena de 7.750 habitantes confirma solo dos contagios y otros dos o tres en estudio. Pero cuenta con un único hospital dotado con tres respiradores artificiales.
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Aunque las autoridades locales creen que la expansión del virus está casi contenida, temen por las consecuencias del abrupto freno del turismo.

Unos 100.000 visitantes arriban en promedio cada año a esta isla volcánica en la Polinesia, atraídos principalmente por los moais, o estructuras de piedra desperdigadas en el territorio cuya construcción es todavía un misterio.
«El virus está contenido en dos familias en un mismo sector, por lo tanto, sabemos dónde están ubicados, quiénes son y ellos han asumido el protocolo (de confinamiento) desde el principio», dijo a la AFP el alcalde de la isla, Pedro Edmunds.
El gobierno local se adelantó y cerró el ingreso a la isla una semana antes de que lo decretaran las autoridades en Santiago tras la aparición del primer caso el 11 de marzo, a los pocos días de que se registraran contagios en el resto de Chile.

Desde hace una semana rige en la isla una cuarentena total y un extenso toque de queda desde las 2:00 de la tarde hasta las 05:00 de la madrugada.
Las medidas de confinamiento fueron extendidas el martes por dos semanas adicionales.

Ante la crisis, los locales han echado mano a la Tapu, una vieja costumbre ancestral de autocuidado de la cultura polinésica de la que descienden los rapa nui o habitantes de la Isla de Pascua.
«Aplicamos el concepto ‘Tapu’ para todo rapa nui y ha sido una aceptación increíble», dice Edmunds, sobre una norma de autocuidado, sustentabilidad y respeto a las órdenes.
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«Todos nos veremos afectados; la cadena entera, desde la agencia más grande hasta el artesano», lamenta Samuel Atan, guía de caminatas en la isla, quien dice que esta emergencia tomó a todos desprevenidos.

La pandemia reveló la fragilidad de este lugar remoto.
Sin subsidios estatales muchos no podrán sobrevivir, asegura el alcalde Edmunds. El desafío hacia adelante es mejorar la infraestructura y «reencantar a la gente para que pueda volver», dice Sabrina Tuki.